27 septiembre, 2012
25 septiembre, 2012
24 septiembre, 2012
22 septiembre, 2012
Veranonírico.
Era de día. Estaba
sentado en la silla de siempre, con la computadora enfrente, reposando mis
brazos sobre la mesa azul de mi habitación, pero el escenario era una palapa
playera. El hecho de que no hubiera paredes parecía conectarme con un mundo externo
muy orgánico. Observaba mi postura mental y emocional que la realidad virtual
intentaba agitar y variar. De pronto, entre la avalancha de estímulos
enredados, apareció Guillermo Arreola, o más bien aparecieron sus manos
tecleando, con ojos movedizos en las uñas, mirándome y emitiéndome un idioma
suyo, como empujándolo con punta de sus dedos a través de unos cuadritos con
signos, hablando con la mirada y los dedos, pero no con la boca. Todo esto me
parecía tan extraño y tan familiar que no lo quise razonar. Del monitor
emergía, como activando una ventana interior de lo que sucedía afuera, un cajón
con un paquete de dos tapas duras de cartón azul índigo en forma de conchas de
mar, y Guillermo me invitaba a tomarlo desde la palma de su mano.
Lo cogí con casi
todos los dedos de mis dos manos, y con los mismos abrí las dos conchas,
despegándolas una de otra. Como lo esperaba, adentro había una especie de
perla-cápsula, que contenía un pliego-pergamino tan compacto como un frijol. Me
puse de pie mientras lo estiraba, desenrollaba y engrandecía. Noté su semejanza
al código Dresden. Era un papel rugoso amarillo mate, un poco más claro que el
amarillo de Nápoles, con una serie de dibujos en color tierra quemada y verde
viridiano de figuras y diagramas de fases astronómicas de esta galaxia, que
señalaban con líneas intermitentes y espirales las emisiones de energías y
ondas magnéticas que transfieren los planetas en acorde a la conjunción de sus
posiciones sobre áreas y zonas específicas de este planeta, adicionados de una
conversión de fechas, horas y coordinadas a las actuales para localizar los
lugares más focalizados, como si fueran los chakras del mundo. Otro mapa
mostraba las zonas del cerebro humano y cómo esas emisiones influían sobre
éste, que dirigían su comportamiento, como imantándolo a ciertas reacciones y
actitudes, o a esos lugares señalados para crear épocas y tendencias.
Todo sucedía como
con prisa, en un flujo caudaloso. Miré alrededor y ya había gente esperando e
insistiéndome en activar la música. "¿Qué música?", les pregunté. "Tus canciones,
las de las conchas", respondían. Las coloqué en mis orejas como audífonos y se
carcajearon. Me las quitaron gentilmente, me mostraron con mímicas cómo
transformarlas y me las devolvieron. Tuve que estirarlas, cómo ellas me habían
instruido, como masa de pan, como queriendo arrancar pétalos, pero
extendiéndolos, hasta que formé un disco azul de acetato del diámetro de un
bombo.
Las volteé a ver
para saber cómo continuar, intentando reconocerles las caras. Eran mis abuelas
a mi edad. Nunca sospeché tener más de seis abuelas. Me señalaban un círculo en
el piso del que fue brotando un tocadiscos-pozo con un palo metálico en el
centro, con botones y una pantalla con números que no eran los arábigos, pero
que de algún modo reconocía. Acerqué el disco al aparato. Al momento de
soltarlo se hizo agua, y al caer sonó la música. Todos y todas, en un espasmo
comenzaron a bailar en un cardumen mostrando los dientes.
Por un rato, sólo
miraba el fenómeno sin comprenderlo, así que busqué un libro o un instructivo.
Encontré un cuadrito de papel doblado al costado del aparato, lo desdoblé hasta
multiplicar muchas veces su tamaño. De nuevo había cerebros dibujados. Interpretaba
por los textos y las gráficas que esa música estimulaba el cerebro con
frecuencias estrictamente moduladas hacia las mismas zonas que se reactivan en
los mensajes de las lecturas o pláticas, haciendo que surgieran e hilaran las
ideas, entretejiendo las neuronas. Que los movimientos del cuerpo ayudaban al proceso,
a comparación de cualquier otro estímulo de aprendizaje en posición estática.
Efectivamente la
danza parecía sanarlos. Me uní a ellos como a una parvada. De repente todos se
abrazaron, como despidiéndose. Yo no entendía, así que miré el paisaje y me
percaté de un colosal tsunami de luz blanca más radiante que el sol
dirigiéndose hacia nosotros. Me abracé a ellos con fuerza y cerré los ojos.
La luz se filtraba por los tragaluces del mi techo de mi habitación,
llegaron a mis párpados y desperté con una almohada abrazada.
28.07.12
Haikai
el mosco orbita
alrededor del foco
¿o está danzando?
se tiñe y rapa
el árbol sus cabellos
cada estación
manto nocturno:
viste luz apagada
la luna nueva
la luna nueva
07 septiembre, 2012
Suscribirse a:
Entradas (Atom)