22 septiembre, 2012

Veranonírico.


Era de día. Estaba sentado en la silla de siempre, con la computadora enfrente, reposando mis brazos sobre la mesa azul de mi habitación, pero el escenario era una palapa playera. El hecho de que no hubiera paredes parecía conectarme con un mundo externo muy orgánico. Observaba mi postura mental y emocional que la realidad virtual intentaba agitar y variar. De pronto, entre la avalancha de estímulos enredados, apareció Guillermo Arreola, o más bien aparecieron sus manos tecleando, con ojos movedizos en las uñas, mirándome y emitiéndome un idioma suyo, como empujándolo con punta de sus dedos a través de unos cuadritos con signos, hablando con la mirada y los dedos, pero no con la boca. Todo esto me parecía tan extraño y tan familiar que no lo quise razonar. Del monitor emergía, como activando una ventana interior de lo que sucedía afuera, un cajón con un paquete de dos tapas duras de cartón azul índigo en forma de conchas de mar, y Guillermo me invitaba a tomarlo desde la palma de su mano.

Lo cogí con casi todos los dedos de mis dos manos, y con los mismos abrí las dos conchas, despegándolas una de otra. Como lo esperaba, adentro había una especie de perla-cápsula, que contenía un pliego-pergamino tan compacto como un frijol. Me puse de pie mientras lo estiraba, desenrollaba y engrandecía. Noté su semejanza al código Dresden. Era un papel rugoso amarillo mate, un poco más claro que el amarillo de Nápoles, con una serie de dibujos en color tierra quemada y verde viridiano de figuras y diagramas de fases astronómicas de esta galaxia, que señalaban con líneas intermitentes y espirales las emisiones de energías y ondas magnéticas que transfieren los planetas en acorde a la conjunción de sus posiciones sobre áreas y zonas específicas de este planeta, adicionados de una conversión de fechas, horas y coordinadas a las actuales para localizar los lugares más focalizados, como si fueran los chakras del mundo. Otro mapa mostraba las zonas del cerebro humano y cómo esas emisiones influían sobre éste, que dirigían su comportamiento, como imantándolo a ciertas reacciones y actitudes, o a esos lugares señalados para crear épocas y tendencias.

Todo sucedía como con prisa, en un flujo caudaloso. Miré alrededor y ya había gente esperando e insistiéndome en activar la música. "¿Qué música?", les pregunté. "Tus canciones, las de las conchas", respondían. Las coloqué en mis orejas como audífonos y se carcajearon. Me las quitaron gentilmente, me mostraron con mímicas cómo transformarlas y me las devolvieron. Tuve que estirarlas, cómo ellas me habían instruido, como masa de pan, como queriendo arrancar pétalos, pero extendiéndolos, hasta que formé un disco azul de acetato del diámetro de un bombo.

Las volteé a ver para saber cómo continuar, intentando reconocerles las caras. Eran mis abuelas a mi edad. Nunca sospeché tener más de seis abuelas. Me señalaban un círculo en el piso del que fue brotando un tocadiscos-pozo con un palo metálico en el centro, con botones y una pantalla con números que no eran los arábigos, pero que de algún modo reconocía. Acerqué el disco al aparato. Al momento de soltarlo se hizo agua, y al caer sonó la música. Todos y todas, en un espasmo comenzaron a bailar en un cardumen mostrando los dientes.

Por un rato, sólo miraba el fenómeno sin comprenderlo, así que busqué un libro o un instructivo. Encontré un cuadrito de papel doblado al costado del aparato, lo desdoblé hasta multiplicar muchas veces su tamaño. De nuevo había cerebros dibujados. Interpretaba por los textos y las gráficas que esa música estimulaba el cerebro con frecuencias estrictamente moduladas hacia las mismas zonas que se reactivan en los mensajes de las lecturas o pláticas, haciendo que surgieran e hilaran las ideas, entretejiendo las neuronas. Que los movimientos del cuerpo ayudaban al proceso, a comparación de cualquier otro estímulo de aprendizaje en posición estática.

Efectivamente la danza parecía sanarlos. Me uní a ellos como a una parvada. De repente todos se abrazaron, como despidiéndose. Yo no entendía, así que miré el paisaje y me percaté de un colosal tsunami de luz blanca más radiante que el sol dirigiéndose hacia nosotros. Me abracé a ellos con fuerza y cerré los ojos.
La luz se filtraba por los tragaluces del mi techo de mi habitación, llegaron a mis párpados y desperté con una almohada abrazada.

28.07.12

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