28 octubre, 2012

Volver a la tierra.



Emerge del cráter de la cima. Camina hacia mí con luz ámbar, de atardecer otoñal, a sus espaldas. Sólo veo su contorno bajar de la colina. Crece conforme se acerca. Va recolectado y absorbiendo pétalos blancos y trozos de nubes con las yemas de los dedos de una mano; mueve las falanges como si tocara el piano: teje una sombra blanca que se prolonga en su cuerpo como un vestido nupcial. Con la otra mano espolvorea granos o semillas o perlas o gotas canicas o piedras, cristalinas que flotan y danzan como burbujas en el viento hasta aterrizar, imantadas, a su sitio predilecto, cultivando luz. Al instante, del prado brotan ramas de hielo afelpado, con frutos de siete gajos, coloreados como arcoiris.

-Todo nace a su tiempo y en su lugar. Somos hijos de la tierra, nuestros cuerpos jamás escaparán de aquí.
Pasa a mi lado, me incorporo a sus yemas y me vuelvo su sombra revitalizadora.