Emerge del cráter
de la cima. Camina hacia mí con luz ámbar, de atardecer otoñal, a sus
espaldas. Sólo veo su contorno bajar de la colina. Crece conforme se acerca.
Va recolectado y absorbiendo pétalos blancos y trozos de nubes con las yemas
de los dedos de una mano; mueve las falanges como si tocara el piano: teje una
sombra blanca que se prolonga en su cuerpo como un vestido nupcial. Con la
otra mano espolvorea granos o semillas o perlas o gotas canicas o piedras,
cristalinas que flotan y danzan como burbujas en el viento hasta
aterrizar, imantadas, a su sitio predilecto, cultivando luz. Al instante, del
prado brotan ramas de hielo afelpado, con frutos de siete gajos, coloreados
como arcoiris.
-Todo nace a su tiempo y en su lugar. Somos hijos de la tierra, nuestros cuerpos jamás escaparán de aquí.
Pasa a mi lado, me incorporo a sus yemas y me vuelvo su sombra revitalizadora.
-Todo nace a su tiempo y en su lugar. Somos hijos de la tierra, nuestros cuerpos jamás escaparán de aquí.
Pasa a mi lado, me incorporo a sus yemas y me vuelvo su sombra revitalizadora.
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