Era de noche, ella y yo caminábamos descalzos en desierto de cristales pulverizados. En las lejanas montañas que rodeaban el
escenario, como paredes negras o huecos del cielo, rebotaba el eco de
mis silencios.
Ella danzaba a mi alrededor, distrayéndome a cada paso,
trayéndome imágenes que ofuscaban mi trayecto. Me detuve, contemplé su baile
presuntuoso y le dije:
-"Me has estado siguiendo
durante todo el recorrido, ¿de dónde surgiste?"
-"Yo sola me inventé,
hasta que me creíste tuya"—me respondió. Era la mente.
Como un niño, para esconderme y desaparecerla, cerré los ojos y
respiré. El aire, si es que había, no tenía aroma. Introduje mis manos en mi
abdomen y mi pecho y extraje una piedra etérea. Con los brazos bien extendidos
la levanté y abrí los ojos: el sol surcaba por las diagonales: mi amanecer.