Soñé que jugábamos como solíamos. Cuando desperté, te vi y no te lo dije. Después te volví a soñar y te dije, en el sueño, que soñé contigo y que cuando te vi no te dije que soñé que jugábamos, pero que tal vez podríamos intentarlo: volver a jugar.
Me respondiste enfadada, no sé si por no habértelo dicho o por mi concupiscencia, que un verdadero juego se da cuando no te cuestionas si es o no un juego, cuando no lo planeas. Que si descubres que estás jugando, el juego se empieza a terminar, o termina la parte inicial de todo juego. Que si sospechas que estás en un sueño, lo estás evacuando y de alguna suerte despiertas dentro del sueño, sin despertar como tal.
Mientras me explicabas, iba cayendo en las redes del juego y del sueño. Si me hablabas de soñar dentro de un sueño, o de jugar dentro de un juego, no podía ser un juego o un sueño en sí, sino la intelectualización del juego o del soñar, como las instrucciones para hacer algo, o un detenimiento. Entre mis divagaciones y suposiciones me sumí en la marea onírica de nuevo, y arrastrado por sus olas empecé a jugar sin saberlo. Jugábamos, por fin, a que cada quien era la versión del otro, a que teníamos que actuar a como pensábamos que éramos nosotros mismos, disfrazados de nuestro propios personaje, a como nos habíamos acostumbrado a ser, fingiendo naturalidad, hablando de nosotros mismos en tercera persona, para por fin liberarnos.
Me dijiste que para jugar, debía tener un reglamento que yo mismo escribiera. La regla número uno sería desafiar a otro reglamento por completo, así que jugué a no jugar, aunque eso era ya un juego. Jugué a desobedecer a todo lo que se me opusiera, como si eso me acercara a mí mismo, como si descartando todos los caminos quedara uno más apropiado, único para mí, o quedara algo siquiera.
Hacía como que jugaba y te observé, no sé si para imitarte o para detectar lo mío en ti o lo tuyo en mí, rebelándote contras todas las leyes metafísicas y cósmicas, como resignada al destino, obstinada a que eso ya estuviera también escrito y no hubiera más por hacer sino fluir en esa corriente ajena a ti; consolándote que lo todo que hacías era bajo tu voluntad, y te engañabas a aceptar melancólica que cada instante sustituye a otro.
A partir de entonces fingí que todo lo que pasaba me pasaba sólo a mí, y como un borrego seguí la vertiente, dejando que todo influenciara, mintiéndome de ser receptivo; ausente de cualquier filtro y cualquier decisión. Estaba en un torbellino, girando hacia el agujero. Entonces apareciste y me dijiste: no olvides que todo es un juego, en ningún momento ajeno a este algo más real comenzará.
Cuando te volví a ver dudé cuál eras tú, si lo que proyectaba o reflejaba, o si ya lo sabrías, que seguía siendo un sueño. Dudé en dónde estaba. De algún modo sabía que querrías jugar conmigo, pero yo no te propondría nada para que no sucediera lo mismo, para que se diera. Me dijiste que soñaste que te dije que soñé que jugábamos y que cuando te volví a ver no te lo dije, y cuando te volví a soñar te dije que no te dije y me decías muchas cosas. Te pregunté si recordabas algo de lo que me habías dicho, y asentiste diciendo: Soñar es jugar a vivir, y vivir es un simulacro.
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