Madrugo para evitar el tráfico pesado. Conduzco adormilado y mecanizado, con los párpados siendo jalados por yunques; la cabeza oscilando adelante y atrás como un péndulo; las manos adheridas al volante como un chicle semiseco-semihúmedo a la suela de un zapato-tenis; la vista fija como de maniquí sobre la ruta pavimentada.
Ignoro los transeúntes: coches pasan a mi lado, esquivándome y rebasándome como queriendo ganar una carrera, ruidosos como mosquitos nocturnos cerca de una oreja.
Casi sonámbulo, me cuestiono si el auto se maneja solo. No ejerzo voluntad para dirigirlo, el volante gira en las curvas por sí mismo. Sin dificultad he llegado hasta acá, instintivamente. Se maneja solo, me confirmo, se maneja solo. Cierro los párpados. Llego a mi destino final.
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