Beto y Neto eran gemelos. Beto era mudo, Neto no. Ambos eran de muy buen parecer. La boda de Beto fue anoche. Silvia, la novia, es ciega, aunque bellísima. Ella disfrutaba tocar las finitas facciones de Beto. Neto siempre se preguntó cómo su hermano, incapaz de hablar, pudo emparejarse con semejante hermosura. Siendo tan apuesto había consideraciones rescatables en él, se decía, pero ella no lo veía. ¿Cómo apreciaría su guapura? Su tacto era prodigioso, además poseía de un sentido fuera de lo común para descubrir las intenciones y la bondad de las personas, presenciándolas a la cercanía y escuchando sus modos de hablar. Silvia siempre tuvo muchos pretendientes por su extravagante apariencia, pero ella sabía que era únicamente por su cuerpo, y no por su interior.
Cuando conoció a Beto, se enamoró tocando su respingada nariz, su frente recta, su cabello sedoso, sus finos labios. Ella jamás lo vería ni escucharía; Él sólo contemplaría su belleza, sin podérselo notificar. Esto nunca pareció traerles problemas.
Después de la misa, las fotos, acabando la cena y terminando el baile, todos sus amigos lo cargaron (a Beto) para festejar su matrimonio, aventándolo por los aires, capturándolo una y otra vez, en medio de gritos y risas. Tras un gran lanzamiento vertical, al caer se les resbaló, se desnucó, salpicó a todos de sangre y murió a instante. En su noche de bodas, enfrente de todos. Hubo un enorme silencio.
Silvia no se percató de la situación, pero sus agudos oídos se alertaron con el estruendo silencioso; para evitar su sufrimiento y preocupación, rápidamente se le comunicó que hubo una falla técnica con el sonido, que no se preocupara. Ella, para creerlo, exigió traer a su esposo de inmediato. Neto, sin objeción, se posó ante ella, usurpando el puesto de su hermano ahora difunto, como la única solución discutida por los invitados, pero con una condición: jamás volvería a abrir la boca. Ella, tocando su hermoso rostro, suspiró con alivio.
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