Me pides que te ayude a despojarte de tu cuerpo, pero yo no te quiero asesinar, ni tú tú te quieres suicidar. Tengo que matarte bajo tu consentimiento, desprendiéndome así de la mitad de la culpa. Sólo por tus súplicas te hago el favor que me prometiste corresponder más tarde.
Tus brazos están pegados a tu pecho, tus codos juntos. Estoy detrás de ti, te empujo contra la pared, exprimiéndote todo el aire en tus pulmones. Apretujo mis manos entrelazadas en tu cuello, te revuelcas y te agitas, ya no puedes respirar. Sueltas en una última exhalación una especie de flema magenta, que enfrasco, y te desplomas como un títere sin cuerdas. Tus ojos me ven, pero tú no, tú ya no.
La viscosa sustancia vibra y rebota en el recipiente como si fuera una licuadora. Con una mano tapo la boca de la bebé, que previamente ataste de brazos y piernas a una silla. Esa bebé, nuestra hija, será la víctima de tu experimento, su razón de existir. Con la otra mano le hago engullir tu suspiro, tu alma, por las fosas nasales. La pequeña convulsiona, se azota y sacude. Su rostro empieza a oscurecer como un pan en una tostadora. De pronto la bebé recupera tu mirada y con sus ojos tú me ves y ríes como acribillando el silencio. Te doy el frasco y una exhalas un gargajo azul obscuro. Usurpaste su cuerpo.
Intentas hablar pero balbuceas. Te doy un bolígrafo, un papel y escribes: "sepulta el cuerpo antiguo en el hoyo que anoche en el patio cavé, cúbrelo de tierra y vierte ahí el alma del bebé". Sigo tus indicaciones. Al momento en que la mucusa toca el suelo se sumerge como plomo en agua, como imantada a las profundidades. Instantáneamente emerge un rojo, alto y ancho tronco, que explota en ramas y en hojas. Éstas se hacen pájaros. Alrededor del árbol, que no cesa de crecer, vuelan apresurados, formando un torbellino, y sin nubes cae un rayo. Sin hablar, con la mirada me dices: "Llegaré a los cielos con el corazón de un niño."
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